El Zócalo
(Photo by Ricardo Aretia)
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Todo el día estuvo dando rienda suelta a sus pensamientos mientras caminaba por las muy pobladas, pero apacibles calles del centro de la ciudad, su ciudad, la que tanto admira y quiere. Las calles como en todo fin de semana que se precie de serlo se encuentran abarrotadas, pero el sólo puede pensar en lo que en estas falta.
Las calles, se encuentren como se encuentren, para él bien podrían estar vacías, apenas nota el movimiento a su alrededor, apenas y le importa. Sin embargo, siempre tiene reservada una mirada plena de maravilla; es para los edificios y palacios que hay a cada paso. Se adentra en alguno de ellos y se acerca a un grupo de turistas que, enfocan cámaras, señalan mapas y buscan, pidiendo con elaborados ademanes y algo parecido al español, quién les pueda tratar de sacar una foto en el patio, con su complicada cámara: «Yes, just push the button». Con ellos se queda oyendo la historia del edificio que no atiende del todo, sabe ya de sobra gran parte de esta. Sólo está interesado en volver a oír ciertos detalles, ciertas cosas, algo que lo lleve más profundo en su mente. El Palacio de Iturbide, ya hacía rato.
Mecánicamente, camina y camina hasta que llega a un restaurante, tiene hambre. Pide sin interés un plato que parece, podrá masticar y tragar sin mucho desdén. Y así lo hace. Mientras come, mira por la ventana a la gente pasar, reír, gritar, comprar baratijas y lujos envidiables. ¡Que sigan con sus vidas! Sin querer acabó con todos los platos de la comida de tres tiempos que ordenó, y ya el mesero incluso lleva rato esperando que se digne a firmar el boucher por la cuenta. Lo hace, paga sin dinero, que comodidad.
Son las cuatro de la tarde, o eso dice su reloj. El camino lo lleva a una cantina, hay futbol, o debe de haber, después de todo es para eso para lo que sirven los sabados, y busca una distracción que espera pueda captar su atención; sacarlo un poco del sopor. Pide una cerveza fría, pero apenas puede beber la mitad. Sí, hay un juego en la tele pero bien podría ser un torneo de golf o carreras de patos. No le interesa.
-Sírveme un tequila -dice. Y así llegaron frente a él tres caballitos con el licor, uno después del otro. El orden.
Llegó la noche, son las siete y media, afuera las luces están encendidas en las calles y de lejos llega un escándalo. El compañero de barra le hizo saber que se trata de un festival que tiene por nombre Noche de Primavera -era 21 de Marzo-, y esta es su sexta edición de ahí el nombre del mismo: La Sexta noche de la Primavera. La lógica.
Pagó lo que bebió y salió a la calle una vez más, semiresuelto a ir a su casa. Caminaba sobre Avenida Madero, los sonidos de los diversos espectáculos que había repartidos por las calles se ahogaban en sus pensamientos. Veía luces y gente, luces y gente; de pronto, un sonido lo saco del sopor de todo el día, le hizo levantar la vista y descubrir su origen. Caminó. Mientras más cerca estaba más hermoso, una voz que venia de un balcón, cantaba; entretenía a la gente que veía a su dueña desde el suelo. Él se dejo envolver. Buscó una pared libre y se recargó en ella, cerró los ojos y se permitió imaginar que tenía lo que buscaba, que compartía esa voz y ese momento; que, aún que efímero, ese momento de claridad y puro gozo iba a durar cuanto él necesitara. Los tonos que la soprano alcanzaba… las cosas que le hacía recordar, los sentimientos que se agitaban. La música, una guitarra y una voz; para eso es.
No hacia falta una sala de conciertos no hacia falta una orquesta, no hacia falta más iluminación, ni más o menos gente en la calle. Estábamos todos los que teníamos que ser, los demás no importaban. La compañía.
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